lunes, 28 de mayo de 2012


La territorialidad de la dominación

 CARLOS FAZIO

La actual fase de intervención estadunidense en México responde a la agenda militar global de la Casa Blanca definida en un documento del Pentágono de marzo de 2005. Como parte de una guerra imperial de conquista, el plan, que apoya los intereses de las corporaciones de Estados Unidos en todo el orbe, incluye operaciones militares (directas, sicológicas o encubiertas) dirigidas contra países que no son hostiles a Washington, pero que son considerados estratégicos desde el punto de vista de los intereses del complejo militar, industrial, energético.

Una orientación del documento era el establecimiento de asociaciones con estados debilitados. A su vez, bajo el disfraz de la guerra al terrorismo y la contención de estados delincuentes, se promovía el envío de fuerzas especiales (boinas verdes) en operaciones militares de mantenimiento del orden (funciones de policía) y equipos pequeños de soldados culturalmente espabilados para entrenar y guiar a las fuerzas autóctonas. Parte de esas actividades serían realizadas por compañías privadas de mercenarios subcontratadas por el Pentágono y el Departamento de Estado.

Como parte de una guerra de ocupación integral, la intervención estadunidense en curso responde a nuevas concepciones del Pentágono sobre la definición de enemigos (el enemigo asimétrico, no convencional, verbigracia, el terrorista, el populista radical, el traficante de drogas). Lo que ha derivado en las guerras asimétricas de nuestros días, que no se circunscriben a las reglas establecidas en los códigos internacionales y evaden las restricciones fronterizas de los estados.

La ocupación integral de México forma parte de la dominación de espectro completo, noción diseñada por el Pentágono antes del 11 de septiembre de 2001, que abarca una política combinada donde lo militar, lo económico, lo mediático y lo cultural tienen objetivos comunes. Dado que el espectro es geográfico, espacial, social y cultural, para imponer la dominación se necesita fabricar el consentimiento. Esto es, colocar en la sociedad sentidos comunes, que de tanto repetirse se incorporan al imaginario colectivo e introducen, como única, la visión del mundo del poder hegemónico. Eso implica la manipulación y formación de una opinión pública legitimadora del modelo. Ergo, masas conformistas que acepten de manera acrítica y pasiva a la autoridad y la jerarquía social, para el mantenimiento y la reproducción del orden establecido.

Para la fabricación del consenso resultan claves las imágenes y la narrativa de los medios de difusión masiva, con sus mitos, mentiras y falsedades. Apelando a la sicología y otras herramientas, a través de los medios se construye la imagen del poder (con su lógica de aplastamiento de las cosmovisiones, la memoria histórica y las utopías) y se imponen a la sociedad la cultura del miedo y la cultura de la delación.

La manufactura de imaginarios colectivos busca, además, facilitar la intervención-ocupación de Washington con base en el socorrido discurso propagandístico de la seguridad nacional estadunidense y/o la seguridad hemisférica. Con tal fin se introducen e imponen conceptos como el llamado perímetro de seguridad en el espacio geográfico que contiene a Canadá, Estados Unidos y México, que, como parte de un plan de reordenamiento territorial de facto, fue introduciendo de manera furtiva a nuestro país en la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (Aspan, 2005).

La Aspan (o TLCAN militarizado) incluye una integración energética transfronteriza subordinada a Washington y megaproyectos del capital trasnacional que subsumen los criterios económicos a los de seguridad –justificando así acciones que de otro modo no podrían ser admitidas por ser violatorias de la soberanía nacional– y una normativa supranacional que hace a un lado el control legislativo, mientras se imponen leyes contrainsurgentes que criminalizan la protesta y la pobreza y globalizan el disciplinamiento social.

El manejo de los medios privados bajo control monopólico permite, también, el aterrizaje de doctrinas como la referente a los estados fallidos que, por constituir un riesgo a la seguridad de Estados Unidos, deben quedar bajo su control y tutela. Ayer Colombia, Afganistán, Irak. Hoy Libia, Pakistán, Siria, México.  

La fabricación mediática de México como Estado fallido durante la transición Bush/Obama en la Casa Blanca (enero-febrero de 2009) incluía la previsión de un colapso rápido y sorpresivo, lo que según el comando central del Pentágono no dejaría más opción que la intervención militar directa de Washington. Entonces, la posibilidad de un colapso fue atribuida al accionar de grupos de la economía criminal y llevó a una acelerada militarización del país, con la injerencia directa del Pentágono, la Agencia Central de Inteligencia, la Oficina Federal de Investigación, la agencia antidrogas DEA y otras dependencias estadunidenses en el territorio nacional, bajo la mampara de la Iniciativa Mérida, símil del Plan Colombia.

De manera sospechosa, a mayor militarización –vía la presencia del Ejército y la Marina de guerra en las calles y carreteras del país– mayor violencia. Una violencia caótica y de apariencia demencial, que de manera encubierta fue alentada y potenciada por grupos paramilitares y mercenarios que actúan bajo la fachada de empresas de contratistas privados, según el guión diseñado por el Pentágono en marzo de 2005. Igual que antes en Colombia y Afganistán y, después de la invasión, en Irak.

Pero dado que en México los movimientos rebeldes permanecen en una tregua armada y de acumulación de fuerzas, a través del terrorismo mediático se han venido impulsando matrices de opinión que permitan la aplicación de prácticas contrainsurgentes afines a la dominación de espectro completo y la guerra de ocupación integral, tales como narcoinsurgencia y narcoterrorismo, utilizadas de manera reiterada por la secretaria de Estado, Hillary Clinton, y otros funcionarios estadunidenses.

La ocupación integral de México se inscribe dentro de las guerras en curso del Pentágono en el mundo. Con Felipe Calderón los estrategas militares estadunidenses obtuvieron vía libre para sus acciones de contra narcoterrorismo en el territorio nacional. Con esa bandera, el Departamento de Defensa estadunidense desplegó tres agencias de inteligencia y espionaje en México: la Agencia de Inteligencia Militar (DIA, por sus siglas en inglés), la Oficina Nacional de Reconocimiento (NRO) y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), que operan desde la Oficina Bilateral de Inteligencia, instalada en Paseo de la Reforma 265, en el Distrito Federal.

En apariencia, el curso de la guerra de ocupación integral en México no ha tenido buenos resultados. El 13 de marzo, el jefe del Comando Norte del Pentágono, Charles Jacoby, cuestionó ante el Senado de su país el saldo de la lucha antidrogas. Al testimoniar ante el Comité de Servicios Armados, el general Jacoby consideró inaceptable la cifra de muertos y dijo que era muy temprano para estimar si se está ganando o perdiendo la guerra. Afirmó que la estrategia de decapitación de grupos criminales ha sido exitosa, pero no ha tenido un efecto positivo aceptable y la violencia se ha incrementado.

El 28 de marzo, el secretario de Defensa, Leon Panetta, señaló que el número de muertos en México llegó a 150 mil, cifra que triplica la manejada oficialmente por las autoridades locales, de 47 mil 500 para el periodo 2006-2011. Ex jefe de la CIA y una de las personas mejor informadas de Washington, Panetta hizo esa afirmación durante la primera reunión de ministros de Defensa de Canadá, Estados Unidos y México, en Ottawa, en presencia de los secretarios mexicanos de la Defensa Nacional y de Marina, Guillermo Galván y Frrancisco Saynez. La declaración fue seguida de un dudoso desmentido.

Los aparentes malos resultados de la guerra en México podrían obedecer a una lógica distinta de la que se pregona de manera pública. El número de muertos y el aumento de una violencia caótica de apariencia demencial podrían obedecer a una política de desestabilización y exterminio dirigida a debilitar aún más al país para propiciar su balcanización, en particular de la zona fronteriza con Estados Unidos.

En mayo de 2010 México y Estados Unidos emitieron la Declaración para la administración de la frontera en el siglo XXI. La franja fronteriza ha sido definida como un área clave de la llamada seguridad energética colectiva, que incluye la generación e interconexión de electricidad y la exploración y explotación segura y eficiente de hidrocarburos (petróleo, gas) y agua.

A siete años de la entrada en vigor de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (Aspan, 2005) y cinco del lanzamiento de la Iniciativa Mérida (2007) que militarizó el norte de México, no se entiende que siendo la seguridad energética colectiva la prioridad número uno de Washington, Tamaulipas reúna las características de un Estado fallido.

Tamaulipas es rico en hidrocarburos, incluidos los yacimientos de gas shale en la cuenca de Burgos. Además, limita con Texas (estado petrolero por excelencia de Estados Unidos) y con el Golfo de México, asiento de los hoyos de dona (el tesorito en aguas profundas) y considerado el mare nostrum de los estadunidenses. Dado que Tamaulipas y el Golfo de México son puntos sensibles de la seguridad energética de Washington, ¿estaremos asistiendo a una violencia provocada cuyo fin es el desplazamiento forzado de población y una eventual balcanización de esa porción del territorio nacional?

La lógica de una desestabilización encubierta dirigida a provocar un desmembramiento territorial podría explicar la llegada al país del embajador Earl Anthony Wayne y del agregado militar Colin J. Kilrain. Perteneciente a una generación de diplomáticos expertos en intervenciones, Wayne, quien se desempañaba como embajador adjunto en Afganistán, fue escogido en función de los intereses expansionistas de Estados Unidos. Especialista en administrar a la llamada comunidad de inteligencia, a su perfil de experto en contrainsurgencia, terrorismo, lavado de dinero e incautación de activos de la economía criminal, Wayne suma habilidades en temas económicos, comerciales y energéticos. Su nombramiento está cargado de simbolismos. Si el defenestrado Carlos Pascual era especialista en estados fallidos, el relevista Wayne viene de Kabul, donde estaba dirigiendo una invasión bajo la pantalla de combatir al terrorismo. Su misión, ahora, es profundizar la estrategia de desestabilización en México. Llegó a hacerse cargo de la guerra de Calderón y a orientar la sucesión presidencial.

El arribo en marzo del nuevo agregado militar de Estados Unidos, contralmirante Colin Kilrain, quien hasta su nombramiento se desempeñaba como director encargado de combate al terrorismo en el Consejo de Seguridad Nacional (CNS) en Washington, refuerza esa percepción. Antes de su misión en el CNS, Kilrain era comandante de las fuerzas especiales Seal –acrónimo desea, air and land: mar, aire y tierra–, las unidades de élite de la Marina. En los años 90 participó en la invasión militar a Haití y en la guerra de los Balcanes que fragmentó a la ex Yugoslavia; después apoyó la Operación Libertad Duradera en Afganistán y se integró a la Operación Libertad para Irak, desde donde coordinaba acciones en Pakistán

Con el envío de Wayne y Kilrain el mensaje de Barack Obama es claro: la guerra debe continuar. A ello obedecería el abrupto cambio de discurso del presidente Felipe Calderón y el secretario de la Defensa Nacional, general Guillermo Galván. Del lenguaje triunfalista (vamos ganando por goleada), se pasó a la aceptación de que grupos criminales han conformado un Estado paralelo, imponen su ley y cobran cuotas. La admisión de México como Estado fallido es la excusa perfecta para profundizar una intervención encubierta que podría derivar en una balcanización del país.

En su fase actual, la lógica de una desestabilización encubierta con fines de una balcanización territorial –parcial o total– de México se apoya en la guerra sicológica y en la guerra sucia. A ambas modalidades bélicas les es consustancial la propaganda. La propaganda de guerra. Mediante la propaganda se fabrica la verdad oficial. En el proceso de manufacturación de una verdad colectiva el objetivo es lograr que aparezca como verdadero lo falso. La realidad cotidiana es negada como tal y redefinida por la propaganda gubernamental. Los continuos partes oficiales (del Ejército, la Marina, la Policía Federal o estatal) se convierten en la realidad, por más obvia que sea su distorsión de los hechos. En ese ambiente de mentira institucionalizada los medios realizan una verdadera inversión orwelliana de las palabras. Y como en toda guerra el enemigo llega a ser –aunque no siempre de manera explícita– la referencia fundamental del quehacer social, identificar quién es enemigo de quién y de qué manera lo es, son preguntas que en muchos casos tienen menos que ver con realidades objetivas que con construcciones elaboradas mediante una calculada manipulación de la realidad.

Como principal procedimiento de la guerra sicológica, la propaganda consiste en “el empleo deliberadamente planeado y sistemático de temas, principalmente a través de la sugestión compulsiva […] con miras a alterar o controlar opiniones, ideas y valores y, en última instancia, a cambiar actitudes manifiestas según líneas predeterminadas”. Frente a la inercia y debilidad de la conciencia pública, la ambivalencia y confusión de las capas medias de la población son explotadas mediante la propaganda. Los medios son uno de los principales vehículos de la propaganda. El poder real tiene conciencia que los medios son un poder. Y lo utilizan para incrementar el propio. Máxime, cuando, como en el caso del duopolio de la televisión, las familias propietarias forman parte de la plutocracia mexicana.

Si la guerra sicológica busca la destrucción del enemigo real o potencial no mediante su eliminación física, sino por medio de su conquista síquica, la guerra sucia se dirige contra la población civil, y como no existe una justificación, ni política ni legal, para dirigir a las fuerzas armadas y los organismos de seguridad del Estado contra la sociedad, la tarea se encomienda a organizaciones clandestinas o escuadrones de la muerte –grupos de hombres armados vestidos de civil– que secuestran, torturan, asesinan o desaparecen sospechosos de colaborar con el enemigo.

Ambas formas de guerra constituyen maneras de negar la realidad y buscan alcanzar la victoria sobre el enemigo por medio de la violencia y generando terror en la población. La guerra sucia se sirve de la represión aterrorizante. Es decir, de la ejecución visible de actos crueles que desencadenan en la población un miedo masivo, incontenible y paralizante. A su vez, la guerra sicológica utiliza la represión manipuladora, generando miedo mediante una sistemática e imprevisible dosificación de amenazas y estímulos, premios y castigos, actos de amedrentamiento y muestras de apoyo condicionado.

En diciembre de 2006, para justificar la militarización del país como vía para profundizar el plan de reordenamiento territorial de facto contenido en el Plan Puebla-Panamá (2001) y la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad (Aspan, 2005), Felipe Calderón y sus patrocinadores en Washington tuvieron que fabricar un nuevo enemigo. Dado que Andrés Manuel López Obrador desactivó la resistencia civil pacífica contra el fraude electoral para evitar un baño de sangre, y que tras los laboratorios de la mano dura en Atenco y Oaxaca (2006) las guerrillas siguieron en sendas fases de construcción pacífica de autonomía territorial (el EZLN) y de acumulación de fuerza (el EPR), los estrategas de la guerra de Calderón tuvieron que fabricar un nuevo peligro para México. El enemigo sustituto pasó a ser el narcotráfico, como la modalidad más visible de lo que se ha dado en llamar el crimen organizado.

Hermano gemelo –en su gestación– del calderonismo, la irrupción mediática del grupo La Familia Michoacana sintetizó y exhibió la nueva matriz de opinión que habría de ser impuesta a la población desde los medios: la guerra entre grupos delincuenciales por el control de los territorios, las rutas y los mercados de la economía criminal. Una guerra de distracción –salvaje y de apariencia demencial, pero planificada para ese fin–, que por la vía de inflar, potenciar y posicionar en el escenario público organizaciones delincuenciales reales o ficticias (el grupo de Joaquín El Chapo Guzmán, Los Zetas, La Mano con Ojos y otras sorpresas) permitió desviar la atención de la nueva guerra de conquista por los territorios y los recursos geoestratégicos, con sus megaproyectos y una integración energética transfronteriza ya en curso.

En forma paralela a la guerra a los malos de Calderón –una guerra real, encubridora de la dominación de espectro completo con fines de balcanización del territorio nacional y miles de ejecutados sumarios, torturados, detenidos-desaparecidos y fosas clandestinas–, las usinas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y del Pentágono en Washington fueron manufacturando otras matrices de opinión tales como México, Estado fallido, narcoinsurgencia y narcoterrorismo, y otras más recientes como narcoestado sustituto, que han venido siendo utilizadas para profundizar la militarización de la vida cotidiana y de los principales espacios sociales en varias partes del país. Una militarización que, con la excusa de acabar con enclaves criminales y recuperar espacios sin gobierno, contribuye a la omnipresencia del control prepotente y de la amenaza represiva, como vía para imponer un nuevo reordenamiento territorial en el marco de un Estado policial en ciernes.

Cuando el 14 de abril, durante la sexta Cumbre de las Américas en Cartagena de Indias, Colombia, el presidente Felipe Calderón confesó en privado a su homólogo peruano, Ollanta Humala, que en algunas partes del territorio mexicano el narcotráfico había comenzado a remplazar funciones del Estado como la recaudación de impuestos, pareció avalar la matriz manufacturada en Washington tres años antes, que definía a México como Estado fallido. Y aunque era admitir el tácito fracaso de su guerra a las drogas después de cinco largos años de terror y muerte, Calderón volvió a redondear la idea en Puerto Vallarta, Jalisco, tres días después, en el Foro Económico Mundial para América Latina. Dijo allí: “Los cárteles de la droga han conformado un Estado paralelo al suplir funciones de gobierno […] Imponen su ley y cobran cuotas […] Estos señores tienen un comportamiento monopólico y no quieren que entre su competencia. En lugar de vencer con precio y calidad, se matan. Eso genera caos en algunas regiones (donde) buscan controlar ciudades y territorios”.

Para John P. Sullivan, experto en contrainsurgencia y contraterrorismo de la Asociación de Inteligencia del Cuerpo de Infantes de Marina de Estados Unidos, un área donde los traficantes han logrado establecer soberanías paralelas arrebatándole funciones al Estado es Tamaulipas. Según él, Tamaulipas es un ejemplo de Estado fracasado a escala subnacional o de un estado criminal liberado, donde el gobierno de Calderón ha perdido el control, lo que de seguir la tendencia podría derivar en un Estado criminal sustituto.

El aporte del académico de los marines es la hipótesis de que los grupos de traficantes mexicanos han devenido en insurgencias criminales beligerantes. A su juicio, la novedosa evolución difiere de la insurgencia convencional, ya que su única motivación política es ganar autonomía y control económico sobre el territorio, llenando el hueco que deja el Estado y creando enclaves criminales. Según Sullivan, en municipios como Ciudad Juárez (Chihuahua) y Nuevo Laredo (Tamaulipas) grupos delincuenciales dominan mediante una cuidadosa combinación de violencia simbólica, ataques a la policía y corrupción; recaudan impuestos, recogen información de inteligencia, amenazan a la prensa, hacen negocios e imponen una versión de orden que sirve a sus intereses, mientras fomentan la percepción de que son protectores de la comunidad. Símil de los señores de la guerra de Afganistán, han configurado zonas neofeudales en el marco de un Estado paralelo. México sería víctima de un poderoso narcoligopolio o un adversario parapolítico.

El término insurgencia criminal acuñado por Sullivan –cuyos trabajos se divulgan en Small Wars Journal, publicación cibernética fundada por ex marines– fue introducido al lenguaje del Pentágono y la doctrina de seguridad estadunidense a comienzos de la administración de Barack Obama por el subsecretario de Estado, James Steinberg, mano derecha de la titular del ramo, Hillary Clinton, sobre quien tendría gran influencia intelectual. Y la Clinton fue uno de los vehículos principales para posicionar mediáticamente la matriz de Sullivan; incluso llegó a comparar a México con la Colombia de hace 20 años.

En ese contexto se entenderían las coincidencias discursiva y conceptual de Felipe Calderón de finales de sexenio con las matrices de opinión contenidas en el nada inocente análisis académico de Sullivan. Aunque en un intento de control de daños con vistas al futuro, en 2010 Calderón cambió su guerra a las drogas por lucha por la seguridad pública, simplemente se estaría ajustando al guión que viene de Washington. La existencia de una insurgencia criminal en México justificaría la aplicación del manual de contrainsurgencia.

Un par de datos adicionales resultan sugerentes. En marzo de 2009 se divulgó un documento del Departamento de Defensa estadunidense, donde como parte de un paquete contraterrorista se asignaba una partida discrecional por casi 13 millones de dólares para liberar territorios en México, al margen de la Iniciativa Mérida. En marzo de 2010, Estados Unidos y México pactaron un plan binacional con sendos programas pilotos en las zonas fronterizas de Ciudad Juárez-El Paso y Tijuana-San Diego, para frenar las actividades criminales en esos corredores.

Pero, lejos de decrecer, la violencia aumentó. Y se registraron graves violaciones a los derechos humanos (detenciones ilegales, tortura, ejecuciones sumarias, desapariciones forzosas) atribuidas a mandos militares en Baja California y Chihuahua. Para entonces comenzaba a convulsionarse Tamaulipas con la ejecución del candidato del PRI a la gubernatura, Rodolfo Torre Cantú, y la aparición de fosas clandestinas. En la escalada de desestabilización seguirían otros tres estados fronterizos con Estados Unidos: Nuevo León, Coahuila y Sonora, a los que se sumaría más tarde Veracruz, sobre el Golfo de México.

En vísperas de los comicios presidenciales, la ejecución del general Mario Acosta Chaparro; el hallazgo de nueve cadáveres colgados de un puente en Nuevo Laredo, Tamaulipas, y de 49 cuerpos mutilados en Cadereyta, Nuevo León, así como la detención de tres generales por presuntos vínculos con el crimen organizado, son otros tantos ingredientes que se suman al caldo de cultivo que alimenta la matriz de México como un Estado fallido jaqueado por una insurgencia criminal, lo que daría pretexto ideológico y moral a la contrainsurgencia y encubriría la infiltración de altos organismos del Estado por parte del narcotráfico. En realidad, vía la guerra de Felipe Calderón, la administración Obama va camino a lograr la consolidación de otra plataforma militar en el área, al tiempo que a través de la estimulación de una violencia caótica avanza en sus planes para una cuadriculación y un reordenamiento territorial y espacial de México en función de los intereses del gran capital trasnacional. 

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